CAPÍTULO 1
—Yo los maté —musitó el anciano como para sí mismo.
—¿Perdón? —preguntó la
mujer que acababa de sentarse en el otro extremo del banco.
—Yo
los maté —repitió sin moverse ni volver
la cabeza.
Estaba anocheciendo. Tenía las manos sobre
las rodillas y la vista perdida en la lejanía de aquella penumbra que reinaba
en el parque, y no miró a la persona que le preguntaba.
—¡Señor! ¿Le ocurre algo?
—insistió la mujer.
—Yo los maté —repitió el
anciano sin alterarse mientras el murmullo de la fuente cercana rompía el
silencio que ya reinaba en el parque a esas horas de la tarde—. El bochorno que
aquel insufrible mes de julio asolaba Madrid día tras día, había dejado paso a
un casi imperceptible soplo de brisa.
—¿Puedo ayudarle, señor?,
¿a quién mató?
—Maté a mi mujer y a mi
hijo.
El hombre permanecía
inmóvil, como petrificado. Hablaba para sí mismo; quizá ni era consciente de
que a su lado había una persona interesándose por él.
«Pobre hombre —pensó la mujer—. ¿No tendrá a nadie que se
ocupe de él?».
—Oiga, señor ¿ha venido
solo?, ¿vive por aquí cerca? Ya es tarde; tiene que volver a casa. Su familia lo estará esperando.
—No tengo familia. Yo los
maté.
La mujer, sin prestar
mucha atención a lo que el anciano decía, pensando que eran desvaríos de la
edad, se levantó del banco e hizo intención de
ayudarlo a levantarse cogiéndolo por el brazo. Él no se resistió y se dejó
llevar.
—Señor, ¿sabe usted dónde
vive?, ¿quiere que lo acompañe a su casa?
—Sí, por favor; es usted
muy amable. Yo ya soy muy mayor, pero me gusta venir a este parque.
—Sí, pero no debería
venir solo, y mucho menos a estas horas. ¿No tiene a nadie que lo traiga?
—No tengo a nadie. Yo ya
no debería estar en este mundo. Ya he vivido demasiado; en cambio mi mujer y mi
hijo se fueron pronto. Yo los maté.
—Venga, señor, dígame dónde vive y lo acompaño hasta su portal. ¿Es
alguno de los de ahí enfrente?
—¡Oh, no señora, no!, no
vivo por aquí; hay que andar un trecho.
—Pues dígame dónde vive y
lo llevo. Tengo el coche ahí mismo.
La mujer lo cogió del
brazo e iniciaron el camino hacia el coche. El hombre se dejaba llevar con
pasos inestables mientras intentaba seguir hablando, pero tenía dificultad para
respirar.
—No hable, señor; hablar
y caminar son dos cosas que a nuestras edades ya no se pueden hacer a la vez.
—A su edad todavía sí;
usted es joven, pero yo ya tengo ochenta años ¿sabe? ¿Cuántos años tiene usted?
—Yo tengo sesenta y
siete.
—Sesenta y siete. Le
llevo trece años. «Le llevo trece años como a Marina» —pensó.
—¡Me lleva trece años! ¡Y
estaba en nuestro banco! —musitó la mujer, que se paró, y sin soltarlo del
brazo se puso frente a aquel hombre que acababa de encontrarse en su banco del
parque y que le llevaba trece años de edad, como Diego. Lo miró fijamente
intentando descubrir en aquellos ojos velados por la edad, otros ojos llenos de
vida que hacía ya medio siglo la habían mirado con tanto amor.
—¿Diego? ¡Dios mío! —Se
tapó la boca con la mano silenciando un grito.
—Sí, señora, me llamo
Diego, ¿y usted cómo se llama?
—Yo me llamo Marina. ¡Soy
Marina, Diego!
—¿Marina? Yo conocí a una
Marina hace muchos años; la quise mucho ¿sabe usted?
—Sí, Diego, lo sé. Soy yo
¡Marina soy yo! —dijo con el corazón alborotado.
El hombre siguió hablando
ausente.
—Mi Marina me dijo que la
olvidara porque ya no iba a volver a verla nunca más; pero nunca la he
olvidado.
—Es verdad que te dije
eso, Diego, pero soy yo. ¡Soy Marina! El destino ha querido que nos encontremos
hoy. Me ha traído hasta aquí para reencontrarnos. ¡Soy Marina, Diego!
—¿Marina?
—Sí, Diego, soy yo.
Marina pasó el brazo que
llevaba libre por encima del hombro de Diego y él se soltó de la mano que lo
sujetaba y se fundieron en un abrazo. Mientras los ojos de Marina se
desbordaban regando sus mejillas, la mirada de Diego permanecía perdida en la
oscuridad. Ella continuó abrazada a él rememorando aquel otro abrazo en el que
se habían dado su último beso casi en el mismo lugar en el que se encontraban
ahora, antes de decirse adiós para siempre.
—Escucha, Diego, —Volvió
a sujetarlo por el brazo— vamos a casa. ¿Sigues viviendo en el mismo sitio?
—Sí, al final se me pasó
la vida y no me cambié de casa.
—Pues vamos, entra en el
coche.
Diego entró y Marina hizo
intención de abrocharle el cinturón antes de cerrarle la puerta, pero Diego lo
cogió y se lo abrochó él solo.
—Gracias, señora, no
necesito ayuda; toda mi vida me he movido entre coches ¿sabe? Yo era profesor
de autoescuela.
—Perdona; es verdad.
Marina rodeó el coche y se
fue al asiento del conductor. Antes de arrancar le preguntó:
—Diego, ¿de qué hablabas
cuando estábamos sentados en el banco?
—No sé; no me acuerdo.
—Bueno, no importa. Vamos
a casa. Podías llamar para avisar de que ya vas de camino ¿no tienes móvil?
—No, señora; esos
cacharros los carga el diablo. Además, ¿a quién quiere que llame? En casa no
hay nadie. Vivo solo.
—Pero Diego, ¿por qué
vives solo?, ¿y Rosa?, ¿y tu hijo?
—Rosa no está. Yo la
maté; a ella y a mi hijo. ¡¡Yo los maté!! —gritó, mientras se aporreaba las
sienes con los puños.
—¡Diego,
no! ¡Por favor! ¡Para! ¡Para!
Le cogió las manos y las
retuvo entre las suyas hasta ver que se tranquilizaba.
Había quedado impactada
ante aquella revelación y aquel dolor que se reflejaba en su expresión. El
gesto de Marina se apagó de repente como una llama al recibir un chorro de
agua, y sus manos y sus piernas comenzaron a temblar involuntariamente. Eso era
lo que estaba diciendo desde el momento que ella llegó al banco del parque. Y
ella, pensado que desvariaba, no lo
había escuchado. Era evidente que Diego llevaba aquel dolor dentro de su
corazón quizá desde hacía bastante tiempo, como también era obvio que se sentía
culpable de las muertes de Rosa y de su hijo y que no había conseguido
perdonarse por lo que fuera que les había ocurrido. Seguramente habría sido un
accidente —pensó—. ¿Cuánto tiempo haría?, ¿sería bueno que hablara de ello? Si
se lo decía a sí mismo una y otra vez, seguramente le vendría bien contárselo a
ella. Ella había sido la persona a la que más había amado después de a su hijo,
más incluso que a su esposa, y quizá el destino los había vuelto a unir por
alguna razón después de cincuenta años, cuando ambos se habían quedado solos.
Esa tarde Marina había
sentido que el parque la llamaba. De todas formas, en esos momentos en que sus
piernas no dejaban de temblar era incapaz de apretar los pedales y poner en
marcha el coche. Intentaría que hablara con ella.
—Diego, ¿me lo quieres
contar?
—¿El qué?
—Lo que les pasó a Rosa y
a tu hijo.
—Yo los maté.
—Sí, eso ya me lo has
dicho, pero ¿qué pasó?, ¿fue un accidente?
—Yo los maté…, y dejé a
dos niños sin su padre y sin su abuela.
—¿Tienes dos nietos?
—Sí, un niño y una niña.
El niño tenía catorce años y la niña once, casi como mi hermana y yo cuando
perdimos a nuestro padre. La vida es dura sin un padre ¿sabe usted?
—¿Y tu hermana?
—Mi hermana se casó y
tiene una niña de quince años. Viven cerca de mí. Todos los días me lleva la
comida, porque yo no quiero ir a su casa a comer. No quiero ser una carga para
nadie.
—Diego, ¡pero cómo vas a
ser una carga para tu hermana! Recuerdo que os queríais mucho y os llevabais
muy bien.
—Sí, pero cada uno en su
casa. Y usted… ¿por qué sabe que tengo una hermana?
—Porque soy Marina, Diego. ¿Es que te has olvidado de mí? Me
alegro de que al menos tengas a tu hermana y a tu sobrina. Y ahora que nos
hemos vuelto a encontrar nos veremos a menudo ¿te parece?
—¿De verdad quiere usted
que nos veamos?
—Por supuesto que sí.
Tienes que contarme muchas cosas, y yo a ti también. Ahora, vamos. Te dejo en
tu casa, pero mañana nos vemos. ¿Tampoco tienes teléfono en casa? Recuerdo que
antes no tenías.
—Sí, en casa sí tengo. Mi
mujer lo puso para poder hablar con sus padres.
—Pues díctamelo. Mañana
te llamo. Estate atento, ¿vale?
—No me acuerdo.
—Vamos…, haz memoria.
Estoy segura de que habrás llamado un montón de veces.
Diego empezó a decir el
número sin conseguir llegar hasta el final.
—No, treinta y cuatro no,
¿será cuarenta y tres?
—Venga, Diego, haz un
esfuerzo. Concéntrate.
Volvió a intentarlo
parándose en la misma cifra.
—Vale, no te preocupes.
Lo busco en la guía.
En ese momento, Diego
empezó a decir el número de corrido y consiguió llegar al final. Marina,
intentó interiorizarlo antes de que pudiera volver a olvidarlo y se lo repitió.
—Ése es —dijo Diego.
Tomó nota del número en
su móvil y lo añadió como nuevo contacto.
—¿Y el carnet de
identidad lo llevas?
—No sé. Creo que sí, que
lo llevo en la cartera, ¿pero… por qué me pregunta tantas cosas?; ¿es usted
policía?
Marina hizo un amago de
sonrisa. Diego llevó su mano derecha al bolsillo trasero del pantalón y sacó su
cartera. Cogió el DNI y se lo enseñó.
—Muy bien, tienes que
llevar siempre la documentación encima y el número de teléfono de tu hermana
por si te pasa algo o te pierdes.
—¿Por qué me voy a
perder?, ¿acaso cree que soy tonto? Sólo soy mayor.
—Perdona, ya sé que no eres
tonto, pero es importante ir documentado, aunque uno sea joven. Y también
tienes que llevar encima el número de teléfono de tu hermana ¿Me dejas que mire
en la cartera para ver si lo llevas?
Diego le tendió la
cartera y Marina miró dentro, pero no encontró ninguna tarjeta de visita ni
ningún papel con el número de teléfono. Sólo una foto de Rosa, otra de su hijo
y un par de billetes de diez euros.
Se había tranquilizado y
puso en marcha el motor del coche. Mientras conducía posó su mano sobre la rodilla
de Diego. Él colocó la suya encima de la de ella e instintivamente sus labios
dibujaron una triste sonrisa. ¡Qué amable era aquella señora!
Al llegar a la Plaza de
San Vicente, Marina aparcó y se fue al otro lado del coche para abrirle la
puerta y ayudarlo a salir. Cerró el coche, lo cogió por el brazo y lo acompañó
hasta el portal. Diego buscó las llaves en su bolsillo, separó la del portal,
la metió en la cerradura, no sin dificultad, y abrió. Marina sujetó la puerta
con su cuerpo y lo dejó pasar. Antes de llegar al primer escalón, él se volvió
y le hizo un gesto con la mano.
—Gracias, señora; ha sido
usted muy amable.
Marina esperó hasta verlo
llegar al descansillo y girar para subir el segundo tramo de escaleras. No pudo
evitar que dos lágrimas retenidas hasta entonces cayeran sin control de sus
ojos.
—¡Dios mío, qué has hecho
con él! —susurró.
o♡o。.。o♡o
También a ella en su casa
lo único que la esperaba era la nada, el silencio, la oscuridad. Ella también
estaba sola desde que Félix había fallecido hacía ya cuatro años. Se quitó los
zapatos y se derrumbó en el sofá, apoyó los codos en las rodillas y encerró su
rostro entre sus manos sollozando con amargura. ¿Qué fuerza la había impulsado
a salir aquella tarde? Llevaba prácticamente todo el mes de julio sin salir de
casa. No había querido irse a la playa —se iría en agosto—, pero ya no tenía
sentido irse dos meses para estar sola, sin Félix. Allí lo echaba de menos más
que en casa, porque en verano compartían todo el tiempo juntos. Además, allí no
había muchas cosas que hacer ni muchos sitios donde ir; por la mañana a la
playa, pero por la tarde siempre era el mismo paseo por los mismos lugares:
bajar hasta la otra playa, sentarse en las escaleras de piedra, donde Félix
siempre aprovechaba para llamar a los chicos, el café en el pub de abajo, la
pizza por la noche, el mercadillo los martes, la misa los domingos, la heladería después de misa. Todo estaba regulado, y todo eso
lo habían hecho juntos durante casi treinta años que llevaban yendo allí de
vacaciones. Y ahora, cada paso que daba sola era una espina que se
incrustaba en su corazón. Cierto que
tenía amigos, pero eso también había cambiado; la vida pasa para todos.
Cuando aquella tarde del
mes de julio del año 2015 decidió salir de casa no tenía ni idea de hacia dónde
la llevarían sus pasos, pero algo en su interior le decía que tenía que salir.
Era como una llamada. Recordó que cuando era joven, a veces le pasaban esas
cosas. Félix le decía que era medio bruja. Decidió hacer caso a su voz
interior. «Cogeré el coche e iré a donde me lleve» —pensó—. Salió del barrio,
enfiló General Ricardos y, al llegar a la Avenida de Oporto, el coche
autónomamente giró a la derecha y se dirigió a la Plaza de San Vicente.
—¿Por qué estoy aquí? —se
preguntó en voz alta—. Pues ya que estoy aprovecharé para hacer una visita a la
iglesia como hacía en mi juventud. Me sentaré en el último banco, como
entonces, y esperaré a ver si Dios me dice algo. Desde que me enfadé con Él por
llevarse a Félix, no ha vuelto a decirme nada.
Aparcó el coche y se
dirigió a la iglesia; pero la iglesia estaba cerrada.
«Ya ni a la iglesia se puede
venir fuera de las horas de misa; la tienen que cerrar para que no entren los
maleantes a hacer de las suyas». Se dirigió al local del grupo parroquial dónde
había pasado tan buenos momentos con sus amigos y dónde Félix le daba clases
para prepararle el bachiller, pero también estaba cerrado y no parecía que se
desarrollara ninguna actividad. «Parece que ya no funciona —pensó— ¡qué buenos
momentos pasábamos aquí!».
A pesar del tiempo
transcurrido, al volver no pudo evitar mirar hacia la terraza de Diego.
«Seguramente ya no vivirá aquí, si es que vive; si vive tendrá ochenta años
porque me llevaba trece». Se dirigió hacia lo que era su camino habitual, el
que cogía para ir a casa en su juventud. Cruzó a la acera de la derecha
intentando reconocer los escaparates de las tiendas, pero todo había cambiado.
Lo que antes era una tienda de muebles, ahora era una perfumería, lo que era la
tienda de helados donde todos los días del verano se paraba a comprarse un
polo, ahora era una tienda de ropa, la zapatería donde estuvo trabajando, esa
sí seguía siendo una zapatería, pero ya no era la de Alfonso, ahora tenía otro
nombre. Cruzó la calle para verla por dentro «Está igual; es lo único que está
igual» —pensó—, y se vio a sí misma en cuclillas probando zapatos. Rememoró el
día que Diego había ido a probarse unos zapatos solamente para verla, sin
intención de comprar. Tocó la luna del escaparate «Cuántas veces habré limpiado
yo estas lunas» —se dijo a sí misma—.
Siguió caminando despacio y cruzó
la calle Pelícano donde vio a Diego por primera vez apoyado en un árbol, y se
enamoró de él.
A veces le costaba saber
exactamente a qué altura de la calle se encontraba. Las esquinas eran las que
la iban orientando en ese recorrido inesperado por el pasado. De repente el pasado se había alojado en el
presente. «¿Qué me ha traído hasta aquí?, ¿qué creo que voy a encontrar?» —se
preguntó—. No había respuesta, pero siguió avanzando. No podía dejar de
sorprenderse de lo diferente que estaba todo.
«Hasta las personas son
diferentes. Caminan indolentes, como sabedoras de que éste es su espacio sin
asombrarse de nada, como yo caminaba hace cincuenta años. Ahora, sin embargo,
me siento extraña; ya no pertenezco a este espacio ni él me pertenece. Mi mundo
está en otra parte. Me dan ganas de decirles que yo he pertenecido a este
lugar, que yo he pasado por aquí muchas veces antes que ellos, que muchos de
ellos aún no habían nacido cuando yo pasaba por aquí día tras día, que conocía
cada esquina, cada rincón, cada tienda, que un poco más allá, donde ahora han
construido ese edificio enorme, era el final de la calle y el final de las
luces por la noche, y que lo único que había era un terraplén, donde una noche
viniendo de la iglesia de tomar la medalla de Hija de María tan contenta, un
gilipollas me agarró por detrás y me puso en la nuca algo que él decía que era
una pistola, pero que yo pensé que no era más que su dedo doblado apretándolo
contra mi cuello, y me dijo: no grites, o te mato, y yo me puse a gritar como
una loca y empecé a darle patadas y codazos hacia atrás hasta que no tuvo más
remedio que soltarme, porque yo seguía gritando y andando, tirando de él hacia
adelante, y estábamos llegando ya a la parada de la camioneta donde había gente
esperando, y que al soltarme me tiró por el terraplén y caí rodando, y me hice
unos agujeros enormes en las medias negras, y me puse la chaqueta azul marino
que había estrenado para la ocasión llena de polvo, y que cuando me levanté del
suelo, cogí un montón de piedras y salí corriendo detrás de él tirándoselas sin
amilanarme lo más mínimo, ¿de dónde sacaría yo ese coraje?, y que al llegar a
casa llena de polvo, con las medias rotas y las rodillas descarnadas, mi madre
me dijo: ¿te das cuenta cómo te ha protegido la Virgen?, y yo me quedé pensando
que quizá mi madre tenía razón y la Virgen no había hecho nada por librarme de
aquel trance, pero ahora, cincuenta años
después, pienso: ¿quién sabe?, quizá si la Virgen no hubiese intervenido, no
estaría yo aquí rememorando todo aquello»
Sin darse cuenta la tarde
estaba empezando a declinar, los comercios subían los toldos y cerraban sus
puertas, la calle comenzó a despoblarse y pensó que tenía que volver. La vuelta
la hizo por la acera contraria para explorar los escaparates de enfrente, pero
empezó a caminar más deprisa, porque ya que había hecho ese retroceso al
pasado, no podía dejar de ir al parque, aquel parque donde Félix también le
daba clases para el bachiller cuando hacía buen tiempo, mientras caminaban,
reían y se estrechaban las manos cada vez que ella respondía correctamente a
sus preguntas, donde Diego le declaró su amor, donde recibió su primer beso y
también el último, donde terminó su historia. Aquel parque había tenido un
protagonismo muy importante en aquellos años de su juventud. Y sin saber por
qué, sentía que la estaba llamando.
Volvió a la Plaza de San
Vicente, cogió el coche y se dirigió al parque. Estacionó enfrente, bajó del
coche, se paró en el semáforo y cuando se abrió, cruzó lo que en sus años de
juventud había sido La pista y que ya estaba abierta al tráfico hacía varios
años. Faltaba poco para que anocheciera. Era como si el destino, o quien fuera
que la estuviese guiando esa tarde, la hubiese llevado primero a recorrer las
calles de una época amortizada hacía ya cincuenta años para ponerla en situación y para que llegara
al parque en el momento preciso: el momento en que siempre solía llegar tanto
con Félix como con Diego, el momento en que el sol se despedía y se abría paso
la noche.
Como una autómata
deambuló sin rumbo por aquel parque tan
querido en otro tiempo y sus pasos la llevaron a su banco, aquel banco donde
había vivido momentos increíbles con Diego, aquel banco donde ella lo consoló
el día de la muerte de su madre, donde él le confesó que acababa de enterarse
de que tenía un hijo de diez años, aquel banco donde se despidieron para
siempre.
Había un anciano sentado
en uno de los extremos con las manos apoyadas en las rodillas, con aspecto
desorientado y mirando hacia algún lugar que sólo él veía. Ella iba
expresamente a ese banco; no pensaba sentarse en ningún otro. No le importó que
estuviera ocupado. Dijo buenas tardes y ocupó el otro extremo. El anciano no
contestó a su saludo; permanecía estático y parecía triste, agotado, pero un
momento después Marina se estremeció cuando el hombre quebró el silencio y le
oyó susurrar: Yo los maté.