Powered By Blogger

sábado, 28 de junio de 2025

 Capítulo 3 de Creceré

Belmonte Año 1955

   Rosa caminaba lentamente como un alma en pena en dirección a la ermita de la Virgen de Gracia absorta en sus pensamientos. Hacía mucho frío y había poca gente por el Paseo. Se subió el cuello del abrigo, sacó los guantes del bolso y se los puso y metió las manos entre las mangas del abrigo. Su rostro denotaba una tristeza infinita y en sus ojos había una chispa de rencor que atraía las lágrimas como un imán sin poder controlarlas. Los cerró fuertemente y los limpió con el dorso de su mano en un gesto de rabia infinita. Sentía una gran devoción por su Virgen y era muy habitual en ella darse un paseo hasta la ermita para acompañarla durante unos minutos, rezar un rosario en la paz y el silencio que reinaba en el lugar, pedirle algún deseo o simplemente agradecerle alguna gracia recibida. Pero aquella tarde de noviembre Rosa tenía un motivo muy especial para rezarle a la Virgen. Diego, su Diego, su amor, aquel niño con el que había crecido y evolucionado durante toda su vida, con el que había compartido tantas cosas: infancia, adolescencia y parte de su juventud, se había marchado a vivir a la capital y antes de marcharse había roto con ella y la había dejado abandonada a su suerte. ¿Cómo era posible? Nunca lo hubiese pensado de él. ¿Cuántas veces le había dicho que la quería a lo largo de todos aquellos años? Infinidad de veces. ¿Cuántas veces le había respondido ella yo también te quiero? Infinidad de veces. Y ahora, de repente la abandona y antes de abandonarla corta con ella porque dice que la quiere mucho, pero que la quiere como puede querer a su hermana. 

   «Pues mira no Diego la intimidad que hemos tenido nosotros y que tú me pedías insistentemente una y otra vez no se tiene con una hermana cómo pude ser tan tonta toda la vida reservando mi virginidad para el matrimonio contigo y tú insistiendo e intentando convencerme de que me querías tanto que nuestro amor se consolidaría si uníamos nuestros cuerpos que ahora era complicado casarse que teníamos que ahorrar para poder comprarnos una casa que tenías que terminar la mili y que no podías soportar la espera hasta que lo conseguiste y ahora te vas y me dejas me dejas en el momento más difícil de mi vida porque sabes Diego voy a ser madre sí madre no digo que vayamos a ser padres porque desde este mismo momento yo también rompo contigo y nunca vas a saber que tienes un hijo».

   La vida acababa de asestarle un duro golpe del que no tenía ni idea de cómo iba a salir. Hasta ese momento había querido engañarse a sí misma pensando que simplemente tenía algún trastorno en su regla, pero ya eran tres faltas y no había ninguna duda; estaba embarazada, porque además había sentido náuseas mañaneras, mareos y asco al oler algunos alimentos, aunque había intentado por todos los medios esconderlo, disimular ante su madre. Nunca se imaginó que con una sola vez que lo habían hecho, pudiera llegar a suceder, pero había ocurrido. Su vida iba a dar un giro de ciento ochenta grados y estaba sola, completamente sola y muy asustada. No sabía qué hacer ni a quién acudir. Sólo tenía 19 años y la vida tan idílica que había vivido hasta hacía solo unos meses, se había convertido de repente en la más angustiosa agonía. La primera reacción había sido hablar con él, pero ni siquiera tenía su dirección de Madrid, y su hermana tampoco se había comunicado con ella desde que se marcharon, ni una carta, con lo amigas que habían sido. Después, la propia rabia que sentía hacia él la había hecho creerse capaz de criar a su hijo sin su ayuda y quería castigarle no diciéndole siquiera que tenía un hijo suyo, que había sido padre. La otra opción que barajó fue buscar a alguien que pudiera conseguir que aquel niño no naciera, pero eso era algo que la espantaba. Alguna vez había oído hablar de una mujer que vivía aislada como una ermitaña en los alrededores del castillo y sabía de hierbas. Había preparado brebajes para algunas mujeres, que incluso estando casadas, no querían tener más hijos, pero eso era algo que la persona que lo hacía lo mantenía en el más absoluto de los secretos. También era posible que sólo fueran rumores. De todas formas, en el caso de que fuera verdad, ella no tenía ni idea de cómo localizarla ni sabía de nadie que hubiera requerido sus servicios; tampoco podía preguntar, ya que de hacerlo tendría que confesar lo que le estaba pasando. La única forma de encontrarla era ir un día por los alrededores del castillo y ver si encontraba alguna casa donde pudiera vivir. De todas formas, decidiera lo que decidiera, las cosas no iban a ser fáciles. Ella dependía totalmente de sus padres y estaba segura de que si se lo decía, la repudiarían, pero llegaría un momento en que tendrían que enterarse. Un embarazo era algo que sólo se podía ocultar durante los primeros meses.

Belmonte era un pueblo pequeño en el que todo el mundo se conocía y desde el momento en que se supiera su situación, pasaría a ser la comidilla de las conversaciones vecinales y empezarían a mirarla como a una apestada, una mujerzuela; no sólo hablarían de ella, sino que también hablarían de su familia. Quizá la única solución era subir al castillo y arrojarse desde una de sus torres.

Rosa entreabrió la puerta de la ermita, entró, metió los dedos en la pila del agua bendita y se santiguó. Fue a sentarse en el último banco, apoyó los codos en las rodillas y tapó su rostro con sus manos. Percibió el aroma dulzón de los lirios que adornaban el altar mezclado con el olor a cera derretida que desprendían las velas de los candelabros y dejó salir a borbotones las lágrimas que brotaban sin control  de sus ojos cerrados. ¡Cómo era capaz de pensar esas barbaridades! 

   Había dos mujeres en los primeros bancos, ambas mayores, arrodilladas rezando el rosario y podía oír sus bisbiseos entremezclarse con sus pensamientos y el trotar acelerado de su corazón.

   «Qué hago aquí cómo puedo siquiera acercarme a ti virgencita a pedirte tu gracia después del pecado que he cometido y de los pensamientos que he tenido me avergüenzo de mí misma de cómo soy de lo que pienso del dolor y la vergüenza que voy a causarle a mis padres fui tan débil cómo pude  no volveré a creer a ningún hombre nunca más no volveré a enamorarme nunca más afrontaré las consecuencias de mis actos se lo diré a mis padres mañana mismo y acataré lo que ellos decidan si me echan de casa me iré no sé dónde ni sé cómo sobreviviré pero me iré ya lo afrontaré cuando llegue el momento».

   Rosa oyó los pasos de las dos mujeres al pasar por su lado. No levantó la cabeza y ellas al verla en tal recogimiento no se atrevieron a preguntarle si le pasaba algo. 

   «Menos mal –pensó Rosa− porque no estoy yo para hablar con nadie ni dar explicaciones». 

   Media hora después que a Rosa le pareció un suspiro, oyó que alguien entraba. Permaneció en la misma posición sin mover un músculo, pero esta vez, la persona que había entrado sí se acercó a ella y le puso la mano en el hombro. Era el ermitaño.

   −Señorita, voy a cerrar, tiene que marcharse ya.

   −¡Ah!, vale; ya me voy.

   −¿Le ocurre algo? Parece usted muy disgustada. Yo diría que ha llorado.

   −No, gracias; no pasa nada, simplemente que me he emocionado.

   Rosa se levantó, se santiguó y caminó hasta la puerta. Un frío glacial se asentó sobre su rostro al salir. Volvió a sacar los guantes para protegerse las manos. Ya era noche cerrada, pero daba lo mismo; no tenía miedo. Si alguien la violaba a lo mejor hasta le hacía un favor.  



sábado, 10 de mayo de 2025

 

CAPÍTULO 2

 

Al llegar a casa después de haberse reencontrado con Diego por caprichos del destino, e inmersa en la oscuridad del salón, trajo a su memoria aquellos tiempos felices en los que los tres eran jóvenes y tenían toda la vida por delante. Ahora sólo quedaban Diego y ella, y tenían toda la vida por detrás. Pensó en Félix; pensó en Diego. Dos presencias que siempre estuvieron en  su vida; cuando una estaba presente, la otra estaba ausente. En cincuenta años no había tenido ninguna noticia de Diego y había compartido la vida con Félix, pero hacía cuatro años que había tenido que sufrir y llorar su pérdida, todavía a una edad en la que aún podría haber vivido al menos una década más. Le parecía que la vida había sido muy injusta con ambos. Mirando ahora a Diego con esa década más, no sabía qué era peor, ya que lo suyo era un vivir sin vivir, arrastrando mucho sufrimiento. Tampoco esa situación era muy halagüeña. Dejó vagar sus pensamientos por el pasado y se le vino a la mente el día que Félix empezó la mili y fue a despedirlo. Acababan de hacerse novios. Diego hacía ya tres años que se había casado con Rosa, y tanto su mente como su corazón lo habían relegado a la memoria.

   

    «Aquel domingo 2 de julio de 1967 lo acompañé al cuartel de Campamento, desde donde los futuros soldados iban a salir en autocar hacia Colmenar Viejo. El recinto exterior del edificio estaba lleno de jóvenes que iniciaban su Servicio Militar; unos alegres, otros tristes, los más, asustados. Todos se abrazaban y besaban una y otra vez a los familiares y novias que habíamos ido a despedirlos. Félix también me abrazó y me besó varias veces, emocionado ante la incógnita que tenía por delante. Miró a los que iban a ser sus compañeros: jóvenes, que  por la edad podrían ser sus alumnos, chicos que en muchos casos no se habían separado nunca de sus padres, otros que venían de pueblos lejanos de los que no habían salido jamás, y me dijo: “pobres chicos; mira qué cara de asustados tienen”. Él, por sus circunstancias, había ido retrasando la mili; ya tenía veintisiete años y les llevaba casi diez. Hacía más de media hora que habíamos llegado, cuando salieron tres militares y uno de ellos, el del centro, se dirigió a los jóvenes en un tono autoritario. ¡Soldados! —les gritó—. Formen en fila de a dos frente a mí. Félix me dio un rápido beso y se fue a la fila. Una vez que la larga fila estuvo formada, el militar volvió a gritar con la autoridad que le conferían sus galones: ¡Soldados!, suban a los autocares; y la fila comenzó a moverse con desgana y se dirigió hacia el primer autocar. Félix, al pasar por mi lado, me miró con el rabillo del ojo y me dedicó la última sonrisa. Lo vi subir al autocar y sentarse en uno de los asientos de ventanilla, desde donde continuamos mirándonos y gesticulando con los labios enviándonos besos al aire. Hice con la mano el gesto de atrapar uno y me llevé los dedos a los labios. Él me imitó. Los dos autocares salieron a la carretera de Extremadura y se perdieron en medio del tráfico. Cuatro días después recibí su primera carta».

   

    Marina encendió la luz y se dirigió a la habitación que hacía la función de despacho, abrió un cajón y sacó una caja de cartón plana, de color azulón con corazoncitos blancos, donde tenía ordenadas por fecha todas las cartas que Félix le había escrito y las que ella le había respondido y se puso a leer la primera.

   

    Colmenar 3 de Julio de 1967

    Mi muy querida Marina:

     Voy a ver si por fin consigo escribirte unas letras hoy. Estamos ahora en la Compañía (que es el salón de dormir), pasando revista a las taquillas y a la indumentaria. Menos mal que no han mirado la mía, porque tenía un «chusco» de pan duro. Como verás ya estoy hecho un militarote en el léxico. Aquí aprende uno a hablar mal aunque no quiera. Hoy nos han repartido la ropa interior y después nos han enseñado a saludar. Acaban de decirnos que podemos salir a expansionarnos un poco, pero prefiero quedarme aquí para  terminar la carta, porque a saber cuándo encuentro otro momento para escribir. Estos días que llevamos aquí no hemos hecho nada, pero no hemos tenido ni un momento libre. Ayer estaba yo en la biblioteca a última hora de la tarde escribiéndote, cuando me echaron porque era la hora de cerrar. Me dio mucha rabia no poder terminar la carta, y aquí en la Compañía enseguida apagan las luces y ya no puedes hacer otra cosa que dormir, o al menos intentarlo, porque entre los ronquidos de unos y los cuchicheos de otros es difícil conciliar el sueño. Yo me pongo a pensar en ti para relajarme y así consigo quedarme dormido.

     Hace un rato nos han tomado los nombres; no sé para qué será. Dicen por aquí que es para adjudicarnos las tareas. Yo procuro pasar lo más desapercibido posible, aunque es complicado ya que por mi edad destaco entre los demás que son todos unos críos. El teniente suele decirme siempre algo. He debido de caerle bien. Ayer, cuando nos estaban cortando el pelo, le dijo de broma al peluquero que me lo cortara al cero, y yo le dije: mi teniente, que si me deja la novia, usted será el culpable.

     Ya han hecho las filas. A mí me corresponde el pelotón 4º, número 10. También nos han adjudicado la mesa en el comedor. Tengo buenos compañeros; son educados y bastante amables, aunque ayer casi me quedé sin comer, porque algunos se echan demasiada comida y luego la dejan en el plato.

     Tenemos un auxiliar, (es un veterano que ayuda a los suboficiales) que es muy gracioso. No hace otra cosa que apuntar, como en el colegio. Algunos se la tienen jurada cuando terminen. A mí hasta ahora me van respetando, tanto los auxiliares como los oficiales. Desde luego, yo procuro hacer lo que me mandan. Es lo mejor. No quiero que me castiguen sin ir a Madrid el fin de semana. Es el único aliciente que tenemos aquí.

     Bueno; ya tengo que despedirme, porque van a apagar la luz. Un beso y medio muy fuerte. No te olvido en ningún momento.      

      Félix

    

     «Hasta parece que disfrutaba. Mira que le sentaba mal tener que hacer la mili a sus veintisiete años, sin embargo tenía algo especial para adaptarse a las circunstancias y para conseguir lo que se proponía. La cantidad de veces que me habría dicho desde que nos conocimos que cuando tuviera diecinueve años nos haríamos novios, y a pesar de que yo empecé a salir con Diego, por las circunstancias de la vida, otra vez las circunstancias, al final lo consiguió. En cuanto vio que rompí con él se lanzó. Al final, después de llevar un par de años saliendo como amigos y como profesor-alumna, aquel  domingo que me llevó a aquel salón de copas tropicales; Bali Hay o algo así se llamaba, que estaba por detrás de la Gran Vía, se lanzó al ruedo, como diría él. No tengo ni idea de cómo conoció ese local. Seguro que lo habría llevado alguna vez su amigo «Ricardito», que era el que se lo llevaba de picos pardos después de que me dejara a mí en casa a las diez. En cuanto me enteré le dejé bien claro que si salíamos como novios, tenía que respetarme y no irse de juerga. Nunca más se fue. La verdad es que el ambiente era muy agradable, con una luz tenue que favorecía la intimidad, con cócteles atractivos servidos en jarras de barro con la forma y el color de la fruta que contenían como base y que yo no había probado en mi vida; la verdad es que no había ido nunca a un sitio como ese, y aquella música tan sensual y estimulante. Después de un rato escuchando Cumbias y ritmos tropicales, observando a las parejas besarse y abrazarse, como si le diera envidia, tomó mi mano, se la llevó a los labios y la besó, como había hecho  otras tantas veces cuando nos despedíamos en el portal; pero ese día no paró ahí. Se acercó a mí, llevó sus manos a mi espalda y me atrajo hacia él lentamente mirándome a los ojos, como esperando mi aprobación, y rozó mis labios tímidamente con los suyos en un beso torpe, pero también cálido y dulce. Esa era su primera vez. Sentí el latido de su corazón palpitar en mi pecho. Uní mis manos por detrás de su nuca, atraje de nuevo su rostro hacia mí y sellé nuestra unión con otro beso más atrevido. Nos miramos fijamente a los ojos, nos sonreímos y extendió su mano, como hacía cuando yo respondía correctamente a sus preguntas, con una sonrisa pícara».   

    Marina dejó la carta bocabajo para mantener el orden y sacó de la caja la respuesta.

   

   

 

    Madrid 10 de Julio de 1967

    Querido Félix:

     Hoy he recibido tu carta y me ha hecho una gran ilusión, pues la esperaba desde el viernes, pero llegaste tú antes que ella.

     Voy a contestar antes de ponerme a estudiar, y así la echo hoy mismo para que la recibas pronto; para allá parece que tardan menos. El fin de semana lo he pasado muy bien y he sido muy feliz teniéndote aquí de nuevo, supongo que tú también. Cuando te vi en la puerta de la oficina el viernes a mediodía no me lo podía creer. Yo pensaba que vendrías por la noche. Después de estar toda una semana separados te encuentro muy cambiado, más respetable con ese bigotito que te has dejado y ese pelo cortado a lo militar casi al cero. Estás hecho un dandi. Y no es burla. Pero, ¿a que no puedes imaginar hasta qué hora estuve en la parada del autobús para volver a casa? Pues hasta las nueve y media; casi una hora y media desde que tú saliste. Y como el autobús a Colmenar sale de tan lejos, pues hasta que llego a casa a la vuelta tardo más de una hora. Ya podrían acercar un poquito la Plaza de Castilla. Como imaginarás, al llegar hubo bronca; hasta me cerraron la puerta por dentro, pero no te preocupes, porque yo no lo hago. Estaba decidida a no llamar y estuve un rato sentada en la escalera pensando en ti; luego me abrieron y me fui directamente a mi habitación sin decir nada; como si no oyera lo que decía mi madre. ¿Para qué iba a hablar si no se lo iba a creer?

     Voy a dejar ya de escribir, porque tengo que ponerme a estudiar, pero antes quiero salir a echar la carta. Hoy me toca literatura. Me estoy organizando muy bien, aunque echo mucho de menos tus clases.

     Bueno, ya estoy deseando que llegue el viernes otra vez para que estemos juntos esos casi tres días. Pórtate bien y sé bueno, «si puedes», como decía San Felipe Neri, porque si no, ya sabes que te castigarán como a los niños malos.

     Hasta entonces recibe un abrazo muy fuerte. Te quiero mucho. 

     Marina

 

    Se le llenaron los ojos de lágrimas. Metió las cartas en el fondo de la caja y se fue a dormir. ¡El tiempo que hacía que no leía esas cartas! ¡El tiempo que hacía que no se permitía sentir nostalgia! El encuentro con Diego había despertado el pasado y había descontrolado el aplomo y la firmeza con los que llevaba afrontando la vida desde que Félix la dejó. De pronto se había abierto el cofre de los recuerdos.

 

domingo, 27 de abril de 2025

Capítulo 1



 CAPÍTULO 1

   

    —Yo los maté  —musitó el anciano como para sí mismo.

    —¿Perdón? —preguntó la mujer que acababa de sentarse en el otro extremo del banco.

    —Yo los maté  —repitió sin moverse ni volver la cabeza.

    Estaba anocheciendo. Tenía las manos sobre las rodillas y la vista perdida en la lejanía de aquella penumbra que reinaba en el parque, y no miró a la persona que le preguntaba.

    —¡Señor! ¿Le ocurre algo? —insistió la mujer.

    —Yo los maté —repitió el anciano sin alterarse mientras el murmullo de la fuente cercana rompía el silencio que ya reinaba en el parque a esas horas de la tarde—. El bochorno que aquel insufrible mes de julio asolaba Madrid día tras día, había dejado paso a un casi imperceptible soplo de brisa.

    —¿Puedo ayudarle, señor?, ¿a quién mató?

    —Maté a mi mujer y a mi hijo.

    El hombre permanecía inmóvil, como petrificado. Hablaba para sí mismo; quizá ni era consciente de que a su lado había una persona interesándose por él.

    «Pobre hombre  —pensó la mujer—. ¿No tendrá a nadie que se ocupe de él?».

    —Oiga, señor ¿ha venido solo?, ¿vive por aquí cerca? Ya es tarde; tiene que volver  a casa. Su familia lo estará esperando.

    —No tengo familia. Yo los maté.

    La mujer, sin prestar mucha atención a lo que el anciano decía, pensando que eran desvaríos de la edad, se levantó del banco e hizo intención de  ayudarlo a levantarse cogiéndolo por el brazo. Él no se resistió y se dejó llevar.

    —Señor, ¿sabe usted dónde vive?, ¿quiere que lo acompañe a su casa?

    —Sí, por favor; es usted muy amable. Yo ya soy muy mayor, pero me gusta venir a este parque.

    —Sí, pero no debería venir solo, y mucho menos a estas horas. ¿No tiene a nadie que lo traiga?

    —No tengo a nadie. Yo ya no debería estar en este mundo. Ya he vivido demasiado; en cambio mi mujer y mi hijo se fueron pronto. Yo los maté.

    —Venga, señor, dígame dónde vive y lo acompaño hasta su portal. ¿Es alguno de los de ahí enfrente?

    —¡Oh, no señora, no!, no vivo por aquí; hay que andar un trecho.

    —Pues dígame dónde vive y lo llevo. Tengo el coche ahí mismo.

    La mujer lo cogió del brazo e iniciaron el camino hacia el coche. El hombre se dejaba llevar con pasos inestables mientras intentaba seguir hablando, pero tenía dificultad para respirar.

    —No hable, señor; hablar y caminar son dos cosas que a nuestras edades ya no se pueden hacer a la vez.

    —A su edad todavía sí; usted es joven, pero yo ya tengo ochenta años ¿sabe? ¿Cuántos años tiene usted?

    —Yo tengo sesenta y siete.

    —Sesenta y siete. Le llevo trece años. «Le llevo trece años como a Marina» —pensó.

    —¡Me lleva trece años! ¡Y estaba en nuestro banco! —musitó la mujer, que se paró, y sin soltarlo del brazo se puso frente a aquel hombre que acababa de encontrarse en su banco del parque y que le llevaba trece años de edad, como Diego. Lo miró fijamente intentando descubrir en aquellos ojos velados por la edad, otros ojos llenos de vida que hacía ya medio siglo la habían mirado con tanto amor.

    —¿Diego? ¡Dios mío! —Se tapó la boca con la mano silenciando un grito.

    —Sí, señora, me llamo Diego, ¿y usted cómo se llama?

    —Yo me llamo Marina. ¡Soy Marina, Diego!

    —¿Marina? Yo conocí a una Marina hace muchos años; la quise mucho ¿sabe usted?

    —Sí, Diego, lo sé. Soy yo ¡Marina soy yo! —dijo con el corazón alborotado.

    El hombre siguió hablando ausente.

    —Mi Marina me dijo que la olvidara porque ya no iba a volver a verla nunca más; pero nunca la he olvidado.

    —Es verdad que te dije eso, Diego, pero soy yo. ¡Soy Marina! El destino ha querido que nos encontremos hoy. Me ha traído hasta aquí para reencontrarnos. ¡Soy Marina, Diego!

    —¿Marina?

    —Sí, Diego, soy yo.

    Marina pasó el brazo que llevaba libre por encima del hombro de Diego y él se soltó de la mano que lo sujetaba y se fundieron en un abrazo. Mientras los ojos de Marina se desbordaban regando sus mejillas, la mirada de Diego permanecía perdida en la oscuridad. Ella continuó abrazada a él rememorando aquel otro abrazo en el que se habían dado su último beso casi en el mismo lugar en el que se encontraban ahora, antes de decirse adiós para siempre.

    —Escucha, Diego, —Volvió a sujetarlo por el brazo— vamos a casa. ¿Sigues viviendo en el mismo sitio?

    —Sí, al final se me pasó la vida y no me cambié de casa.

    —Pues vamos, entra en el coche.

    Diego entró y Marina hizo intención de abrocharle el cinturón antes de cerrarle la puerta, pero Diego lo cogió y se lo abrochó él solo.

    —Gracias, señora, no necesito ayuda; toda mi vida me he movido entre coches ¿sabe? Yo era profesor de autoescuela.

    —Perdona; es verdad.

    Marina rodeó el coche y se fue al asiento del conductor. Antes de arrancar le preguntó:

    —Diego, ¿de qué hablabas cuando estábamos sentados en el banco?

    —No sé; no me acuerdo.

    —Bueno, no importa. Vamos a casa. Podías llamar para avisar de que ya vas de camino ¿no tienes móvil?

    —No, señora; esos cacharros los carga el diablo. Además, ¿a quién quiere que llame? En casa no hay nadie. Vivo solo.

    —Pero Diego, ¿por qué vives solo?, ¿y Rosa?, ¿y tu hijo?

    —Rosa no está. Yo la maté; a ella y a mi hijo. ¡¡Yo los maté!! —gritó, mientras se aporreaba las sienes con los puños.

    —¡Diego, no! ¡Por favor! ¡Para! ¡Para!

    Le cogió las manos y las retuvo entre las suyas hasta ver que se tranquilizaba.

    Había quedado impactada ante aquella revelación y aquel dolor que se reflejaba en su expresión. El gesto de Marina se apagó de repente como una llama al recibir un chorro de agua, y sus manos y sus piernas comenzaron a temblar involuntariamente. Eso era lo que estaba diciendo desde el momento que ella llegó al banco del parque. Y ella, pensado que desvariaba,  no lo había escuchado. Era evidente que Diego llevaba aquel dolor dentro de su corazón quizá desde hacía bastante tiempo, como también era obvio que se sentía culpable de las muertes de Rosa y de su hijo y que no había conseguido perdonarse por lo que fuera que les había ocurrido. Seguramente habría sido un accidente —pensó—. ¿Cuánto tiempo haría?, ¿sería bueno que hablara de ello? Si se lo decía a sí mismo una y otra vez, seguramente le vendría bien contárselo a ella. Ella había sido la persona a la que más había amado después de a su hijo, más incluso que a su esposa, y quizá el destino los había vuelto a unir por alguna razón después de cincuenta años, cuando ambos se habían quedado solos.

    Esa tarde Marina había sentido que el parque la llamaba. De todas formas, en esos momentos en que sus piernas no dejaban de temblar era incapaz de apretar los pedales y poner en marcha el coche. Intentaría que hablara con ella.

    —Diego, ¿me lo quieres contar?

    —¿El qué?

    —Lo que les pasó a Rosa y a tu hijo.

    —Yo los maté.

    —Sí, eso ya me lo has dicho, pero ¿qué pasó?, ¿fue un accidente?

    —Yo los maté…, y dejé a dos niños sin su padre y sin su abuela.

    —¿Tienes dos nietos?

    —Sí, un niño y una niña. El niño tenía catorce años y la niña once, casi como mi hermana y yo cuando perdimos a nuestro padre. La vida es dura sin un padre ¿sabe usted?

    —¿Y tu hermana?

    —Mi hermana se casó y tiene una niña de quince años. Viven cerca de mí. Todos los días me lleva la comida, porque yo no quiero ir a su casa a comer. No quiero ser una carga para nadie.

    —Diego, ¡pero cómo vas a ser una carga para tu hermana! Recuerdo que os queríais mucho y os llevabais muy bien.

    —Sí, pero cada uno en su casa. Y usted… ¿por qué sabe que tengo una hermana?

—Porque soy Marina, Diego. ¿Es que te has olvidado de mí? Me alegro de que al menos tengas a tu hermana y a tu sobrina. Y ahora que nos hemos vuelto a encontrar nos veremos a menudo ¿te parece?

    —¿De verdad quiere usted que nos veamos?

    —Por supuesto que sí. Tienes que contarme muchas cosas, y yo a ti también. Ahora, vamos. Te dejo en tu casa, pero mañana nos vemos. ¿Tampoco tienes teléfono en casa? Recuerdo que antes no tenías.

    —Sí, en casa sí tengo. Mi mujer lo puso para poder hablar con sus padres.

    —Pues díctamelo. Mañana te llamo. Estate atento, ¿vale?

    —No me acuerdo.

    —Vamos…, haz memoria. Estoy segura de que habrás llamado un montón de veces.

    Diego empezó a decir el número sin conseguir llegar hasta el final.

    —No, treinta y cuatro no, ¿será cuarenta y tres?

    —Venga, Diego, haz un esfuerzo. Concéntrate.

    Volvió a intentarlo parándose en la misma cifra.

    —Vale, no te preocupes. Lo busco en la guía.

    En ese momento, Diego empezó a decir el número de corrido y consiguió llegar al final. Marina, intentó interiorizarlo antes de que pudiera volver a olvidarlo y se lo repitió.

    —Ése es —dijo Diego.

    Tomó nota del número en su móvil y lo añadió como nuevo contacto.

    —¿Y el carnet de identidad lo llevas?

    —No sé. Creo que sí, que lo llevo en la cartera, ¿pero… por qué me pregunta tantas cosas?; ¿es usted policía?

    Marina hizo un amago de sonrisa. Diego llevó su mano derecha al bolsillo trasero del pantalón y sacó su cartera. Cogió el DNI y se lo enseñó.

    —Muy bien, tienes que llevar siempre la documentación encima y el número de teléfono de tu hermana por si te pasa algo o te pierdes.

    —¿Por qué me voy a perder?, ¿acaso cree que soy tonto? Sólo soy mayor.

    —Perdona, ya sé que no eres tonto, pero es importante ir documentado, aunque uno sea joven. Y también tienes que llevar encima el número de teléfono de tu hermana ¿Me dejas que mire en la cartera para ver si lo llevas?

    Diego le tendió la cartera y Marina miró dentro, pero no encontró ninguna tarjeta de visita ni ningún papel con el número de teléfono. Sólo una foto de Rosa, otra de su hijo y un par de billetes de diez euros.

    Se había tranquilizado y puso en marcha el motor del coche. Mientras conducía posó su mano sobre la rodilla de Diego. Él colocó la suya encima de la de ella e instintivamente sus labios dibujaron una triste sonrisa. ¡Qué amable era aquella señora!

    Al llegar a la Plaza de San Vicente, Marina aparcó y se fue al otro lado del coche para abrirle la puerta y ayudarlo a salir. Cerró el coche, lo cogió por el brazo y lo acompañó hasta el portal. Diego buscó las llaves en su bolsillo, separó la del portal, la metió en la cerradura, no sin dificultad, y abrió. Marina sujetó la puerta con su cuerpo y lo dejó pasar. Antes de llegar al primer escalón, él se volvió y le hizo un gesto con la mano.

    —Gracias, señora; ha sido usted muy amable.

    Marina esperó hasta verlo llegar al descansillo y girar para subir el segundo tramo de escaleras. No pudo evitar que dos lágrimas retenidas hasta entonces cayeran sin control de sus ojos.

    —¡Dios mío, qué has hecho con él!  —susurró.

 

oo.oo

 

    También a ella en su casa lo único que la esperaba era la nada, el silencio, la oscuridad. Ella también estaba sola desde que Félix había fallecido hacía ya cuatro años. Se quitó los zapatos y se derrumbó en el sofá, apoyó los codos en las rodillas y encerró su rostro entre sus manos sollozando con amargura. ¿Qué fuerza la había impulsado a salir aquella tarde? Llevaba prácticamente todo el mes de julio sin salir de casa. No había querido irse a la playa —se iría en agosto—, pero ya no tenía sentido irse dos meses para estar sola, sin Félix. Allí lo echaba de menos más que en casa, porque en verano compartían todo el tiempo juntos. Además, allí no había muchas cosas que hacer ni muchos sitios donde ir; por la mañana a la playa, pero por la tarde siempre era el mismo paseo por los mismos lugares: bajar hasta la otra playa, sentarse en las escaleras de piedra, donde Félix siempre aprovechaba para llamar a los chicos, el café en el pub de abajo, la pizza por la noche, el mercadillo los martes, la misa los domingos, la heladería después de misa. Todo estaba regulado, y todo eso lo habían hecho juntos durante casi treinta años que llevaban yendo allí de vacaciones. Y ahora, cada paso que daba sola era una espina que se incrustaba  en su corazón. Cierto que tenía amigos, pero eso también había cambiado; la vida pasa para todos.

    Cuando aquella tarde del mes de julio del año 2015 decidió salir de casa no tenía ni idea de hacia dónde la llevarían sus pasos, pero algo en su interior le decía que tenía que salir. Era como una llamada. Recordó que cuando era joven, a veces le pasaban esas cosas. Félix le decía que era medio bruja. Decidió hacer caso a su voz interior. «Cogeré el coche e iré a donde me lleve» —pensó—. Salió del barrio, enfiló General Ricardos y, al llegar a la Avenida de Oporto, el coche autónomamente giró a la derecha y se dirigió a la Plaza de San Vicente.

    —¿Por qué estoy aquí? —se preguntó en voz alta—. Pues ya que estoy aprovecharé para hacer una visita a la iglesia como hacía en mi juventud. Me sentaré en el último banco, como entonces, y esperaré a ver si Dios me dice algo. Desde que me enfadé con Él por llevarse a Félix, no ha vuelto a decirme nada.

    Aparcó el coche y se dirigió a la iglesia; pero la iglesia estaba cerrada.

    «Ya ni a la iglesia se puede venir fuera de las horas de misa; la tienen que cerrar para que no entren los maleantes a hacer de las suyas». Se dirigió al local del grupo parroquial dónde había pasado tan buenos momentos con sus amigos y dónde Félix le daba clases para prepararle el bachiller, pero también estaba cerrado y no parecía que se desarrollara ninguna actividad. «Parece que ya no funciona —pensó— ¡qué buenos momentos pasábamos aquí!».

    A pesar del tiempo transcurrido, al volver no pudo evitar mirar hacia la terraza de Diego. «Seguramente ya no vivirá aquí, si es que vive; si vive tendrá ochenta años porque me llevaba trece». Se dirigió hacia lo que era su camino habitual, el que cogía para ir a casa en su juventud. Cruzó a la acera de la derecha intentando reconocer los escaparates de las tiendas, pero todo había cambiado. Lo que antes era una tienda de muebles, ahora era una perfumería, lo que era la tienda de helados donde todos los días del verano se paraba a comprarse un polo, ahora era una tienda de ropa, la zapatería donde estuvo trabajando, esa sí seguía siendo una zapatería, pero ya no era la de Alfonso, ahora tenía otro nombre. Cruzó la calle para verla por dentro «Está igual; es lo único que está igual» —pensó—, y se vio a sí misma en cuclillas probando zapatos. Rememoró el día que Diego había ido a probarse unos zapatos solamente para verla, sin intención de comprar. Tocó la luna del escaparate «Cuántas veces habré limpiado yo estas lunas» —se dijo a sí misma—.  Siguió caminando despacio  y cruzó la calle Pelícano donde vio a Diego por primera vez apoyado en un árbol, y se enamoró de él.

    A veces le costaba saber exactamente a qué altura de la calle se encontraba. Las esquinas eran las que la iban orientando en ese recorrido inesperado por el pasado.  De repente el pasado se había alojado en el presente. «¿Qué me ha traído hasta aquí?, ¿qué creo que voy a encontrar?» —se preguntó—. No había respuesta, pero siguió avanzando. No podía dejar de sorprenderse de lo diferente que estaba todo.

    «Hasta las personas son diferentes. Caminan indolentes, como sabedoras de que éste es su espacio sin asombrarse de nada, como yo caminaba hace cincuenta años. Ahora, sin embargo, me siento extraña; ya no pertenezco a este espacio ni él me pertenece. Mi mundo está en otra parte. Me dan ganas de decirles que yo he pertenecido a este lugar, que yo he pasado por aquí muchas veces antes que ellos, que muchos de ellos aún no habían nacido cuando yo pasaba por aquí día tras día, que conocía cada esquina, cada rincón, cada tienda, que un poco más allá, donde ahora han construido ese edificio enorme, era el final de la calle y el final de las luces por la noche, y que lo único que había era un terraplén, donde una noche viniendo de la iglesia de tomar la medalla de Hija de María tan contenta, un gilipollas me agarró por detrás y me puso en la nuca algo que él decía que era una pistola, pero que yo pensé que no era más que su dedo doblado apretándolo contra mi cuello, y me dijo: no grites, o te mato, y yo me puse a gritar como una loca y empecé a darle patadas y codazos hacia atrás hasta que no tuvo más remedio que soltarme, porque yo seguía gritando y andando, tirando de él hacia adelante, y estábamos llegando ya a la parada de la camioneta donde había gente esperando, y que al soltarme me tiró por el terraplén y caí rodando, y me hice unos agujeros enormes en las medias negras, y me puse la chaqueta azul marino que había estrenado para la ocasión llena de polvo, y que cuando me levanté del suelo, cogí un montón de piedras y salí corriendo detrás de él tirándoselas sin amilanarme lo más mínimo, ¿de dónde sacaría yo ese coraje?, y que al llegar a casa llena de polvo, con las medias rotas y las rodillas descarnadas, mi madre me dijo: ¿te das cuenta cómo te ha protegido la Virgen?, y yo me quedé pensando que quizá mi madre tenía razón y la Virgen no había hecho nada por librarme de aquel trance, pero ahora,  cincuenta años después, pienso: ¿quién sabe?, quizá si la Virgen no hubiese intervenido, no estaría yo aquí rememorando todo aquello»

    Sin darse cuenta la tarde estaba empezando a declinar, los comercios subían los toldos y cerraban sus puertas, la calle comenzó a despoblarse y pensó que tenía que volver. La vuelta la hizo por la acera contraria para explorar los escaparates de enfrente, pero empezó a caminar más deprisa, porque ya que había hecho ese retroceso al pasado, no podía dejar de ir al parque, aquel parque donde Félix también le daba clases para el bachiller cuando hacía buen tiempo, mientras caminaban, reían y se estrechaban las manos cada vez que ella respondía correctamente a sus preguntas, donde Diego le declaró su amor, donde recibió su primer beso y también el último, donde terminó su historia. Aquel parque había tenido un protagonismo muy importante en aquellos años de su juventud. Y sin saber por qué, sentía que la estaba llamando.

    Volvió a la Plaza de San Vicente, cogió el coche y se dirigió al parque. Estacionó enfrente, bajó del coche, se paró en el semáforo y cuando se abrió, cruzó lo que en sus años de juventud había sido La pista y que ya estaba abierta al tráfico hacía varios años. Faltaba poco para que anocheciera. Era como si el destino, o quien fuera que la estuviese guiando esa tarde, la hubiese llevado primero a recorrer las calles de una época amortizada hacía ya cincuenta años  para ponerla en situación y para que llegara al parque en el momento preciso: el momento en que siempre solía llegar tanto con Félix como con Diego, el momento en que el sol se despedía y se abría paso la noche.

    Como una autómata deambuló sin rumbo por aquel  parque tan querido en otro tiempo y sus pasos la llevaron a su banco, aquel banco donde había vivido momentos increíbles con Diego, aquel banco donde ella lo consoló el día de la muerte de su madre, donde él le confesó que acababa de enterarse de que tenía un hijo de diez años, aquel banco donde se despidieron para siempre.

    Había un anciano sentado en uno de los extremos con las manos apoyadas en las rodillas, con aspecto desorientado y mirando hacia algún lugar que sólo él veía. Ella iba expresamente a ese banco; no pensaba sentarse en ningún otro. No le importó que estuviera ocupado. Dijo buenas tardes y ocupó el otro extremo. El anciano no contestó a su saludo; permanecía estático y parecía triste, agotado, pero un momento después Marina se estremeció cuando el hombre quebró el silencio y le oyó susurrar: Yo los maté.