Capítulo 3 de Creceré
Belmonte Año 1955
Rosa caminaba lentamente como un alma en pena en dirección a la ermita de la Virgen de Gracia absorta en sus pensamientos. Hacía mucho frío y había poca gente por el Paseo. Se subió el cuello del abrigo, sacó los guantes del bolso y se los puso y metió las manos entre las mangas del abrigo. Su rostro denotaba una tristeza infinita y en sus ojos había una chispa de rencor que atraía las lágrimas como un imán sin poder controlarlas. Los cerró fuertemente y los limpió con el dorso de su mano en un gesto de rabia infinita. Sentía una gran devoción por su Virgen y era muy habitual en ella darse un paseo hasta la ermita para acompañarla durante unos minutos, rezar un rosario en la paz y el silencio que reinaba en el lugar, pedirle algún deseo o simplemente agradecerle alguna gracia recibida. Pero aquella tarde de noviembre Rosa tenía un motivo muy especial para rezarle a la Virgen. Diego, su Diego, su amor, aquel niño con el que había crecido y evolucionado durante toda su vida, con el que había compartido tantas cosas: infancia, adolescencia y parte de su juventud, se había marchado a vivir a la capital y antes de marcharse había roto con ella y la había dejado abandonada a su suerte. ¿Cómo era posible? Nunca lo hubiese pensado de él. ¿Cuántas veces le había dicho que la quería a lo largo de todos aquellos años? Infinidad de veces. ¿Cuántas veces le había respondido ella yo también te quiero? Infinidad de veces. Y ahora, de repente la abandona y antes de abandonarla corta con ella porque dice que la quiere mucho, pero que la quiere como puede querer a su hermana.
«Pues mira no Diego la intimidad que hemos tenido nosotros y que tú me pedías insistentemente una y otra vez no se tiene con una hermana cómo pude ser tan tonta toda la vida reservando mi virginidad para el matrimonio contigo y tú insistiendo e intentando convencerme de que me querías tanto que nuestro amor se consolidaría si uníamos nuestros cuerpos que ahora era complicado casarse que teníamos que ahorrar para poder comprarnos una casa que tenías que terminar la mili y que no podías soportar la espera hasta que lo conseguiste y ahora te vas y me dejas me dejas en el momento más difícil de mi vida porque sabes Diego voy a ser madre sí madre no digo que vayamos a ser padres porque desde este mismo momento yo también rompo contigo y nunca vas a saber que tienes un hijo».
La vida acababa de asestarle un duro golpe del que no tenía ni idea de cómo iba a salir. Hasta ese momento había querido engañarse a sí misma pensando que simplemente tenía algún trastorno en su regla, pero ya eran tres faltas y no había ninguna duda; estaba embarazada, porque además había sentido náuseas mañaneras, mareos y asco al oler algunos alimentos, aunque había intentado por todos los medios esconderlo, disimular ante su madre. Nunca se imaginó que con una sola vez que lo habían hecho, pudiera llegar a suceder, pero había ocurrido. Su vida iba a dar un giro de ciento ochenta grados y estaba sola, completamente sola y muy asustada. No sabía qué hacer ni a quién acudir. Sólo tenía 19 años y la vida tan idílica que había vivido hasta hacía solo unos meses, se había convertido de repente en la más angustiosa agonía. La primera reacción había sido hablar con él, pero ni siquiera tenía su dirección de Madrid, y su hermana tampoco se había comunicado con ella desde que se marcharon, ni una carta, con lo amigas que habían sido. Después, la propia rabia que sentía hacia él la había hecho creerse capaz de criar a su hijo sin su ayuda y quería castigarle no diciéndole siquiera que tenía un hijo suyo, que había sido padre. La otra opción que barajó fue buscar a alguien que pudiera conseguir que aquel niño no naciera, pero eso era algo que la espantaba. Alguna vez había oído hablar de una mujer que vivía aislada como una ermitaña en los alrededores del castillo y sabía de hierbas. Había preparado brebajes para algunas mujeres, que incluso estando casadas, no querían tener más hijos, pero eso era algo que la persona que lo hacía lo mantenía en el más absoluto de los secretos. También era posible que sólo fueran rumores. De todas formas, en el caso de que fuera verdad, ella no tenía ni idea de cómo localizarla ni sabía de nadie que hubiera requerido sus servicios; tampoco podía preguntar, ya que de hacerlo tendría que confesar lo que le estaba pasando. La única forma de encontrarla era ir un día por los alrededores del castillo y ver si encontraba alguna casa donde pudiera vivir. De todas formas, decidiera lo que decidiera, las cosas no iban a ser fáciles. Ella dependía totalmente de sus padres y estaba segura de que si se lo decía, la repudiarían, pero llegaría un momento en que tendrían que enterarse. Un embarazo era algo que sólo se podía ocultar durante los primeros meses.
Belmonte era un pueblo pequeño en el que todo el mundo se conocía y desde el momento en que se supiera su situación, pasaría a ser la comidilla de las conversaciones vecinales y empezarían a mirarla como a una apestada, una mujerzuela; no sólo hablarían de ella, sino que también hablarían de su familia. Quizá la única solución era subir al castillo y arrojarse desde una de sus torres.
Rosa entreabrió la puerta de la ermita, entró, metió los dedos en la pila del agua bendita y se santiguó. Fue a sentarse en el último banco, apoyó los codos en las rodillas y tapó su rostro con sus manos. Percibió el aroma dulzón de los lirios que adornaban el altar mezclado con el olor a cera derretida que desprendían las velas de los candelabros y dejó salir a borbotones las lágrimas que brotaban sin control de sus ojos cerrados. ¡Cómo era capaz de pensar esas barbaridades!
Había dos mujeres en los primeros bancos, ambas mayores, arrodilladas rezando el rosario y podía oír sus bisbiseos entremezclarse con sus pensamientos y el trotar acelerado de su corazón.
«Qué hago aquí cómo puedo siquiera acercarme a ti virgencita a pedirte tu gracia después del pecado que he cometido y de los pensamientos que he tenido me avergüenzo de mí misma de cómo soy de lo que pienso del dolor y la vergüenza que voy a causarle a mis padres fui tan débil cómo pude no volveré a creer a ningún hombre nunca más no volveré a enamorarme nunca más afrontaré las consecuencias de mis actos se lo diré a mis padres mañana mismo y acataré lo que ellos decidan si me echan de casa me iré no sé dónde ni sé cómo sobreviviré pero me iré ya lo afrontaré cuando llegue el momento».
Rosa oyó los pasos de las dos mujeres al pasar por su lado. No levantó la cabeza y ellas al verla en tal recogimiento no se atrevieron a preguntarle si le pasaba algo.
«Menos mal –pensó Rosa− porque no estoy yo para hablar con nadie ni dar explicaciones».
Media hora después que a Rosa le pareció un suspiro, oyó que alguien entraba. Permaneció en la misma posición sin mover un músculo, pero esta vez, la persona que había entrado sí se acercó a ella y le puso la mano en el hombro. Era el ermitaño.
−Señorita, voy a cerrar, tiene que marcharse ya.
−¡Ah!, vale; ya me voy.
−¿Le ocurre algo? Parece usted muy disgustada. Yo diría que ha llorado.
−No, gracias; no pasa nada, simplemente que me he emocionado.
Rosa se levantó, se santiguó y caminó hasta la puerta. Un frío glacial se asentó sobre su rostro al salir. Volvió a sacar los guantes para protegerse las manos. Ya era noche cerrada, pero daba lo mismo; no tenía miedo. Si alguien la violaba a lo mejor hasta le hacía un favor.
